¿Sabes? En aquel momento no quise aceptarlo pero con el tiempo me he dado cuenta de que mi padre tenía razón. Sí, y tanto que la tenía. Ahora me arrepiento de todas las veces que le grité cuando él tan sólo intentaba ayudarme y yo no le dejaba. Tenía razón cuando me dijo que sólo debía aceptar que todavía estaba enamorada de ti para volver a vivir.
Sólo teníamos catorce años y éramos unos críos, decía la gente. Claro, pero dudo que concretamente la cría fuese yo. Fuiste muy importante para mí, demasiado, a pesar de la mentira en la que me encadenaste tanto tiempo. Porque sí, aún siendo una mentira y de no saberlo, yo era feliz. Y sabía realmente lo que era VIVIR. No como ahora, que sólo me limito a sobrevivir. Pero después de todo, ya es un gran paso.
Probablemente no sirve de nada que te escriba esto. Ni siquiera perderías el tiempo en leerlo. Tampoco sabrás nunca lo difícil que se me hace plasmar todo lo que me hiciste sentir sin que me tiemble el pulso y mis pensamientos se nublen. No encuentro las palabras – quizá porque no existen – para sacar toda esta mierda de mi corazón de una vez por todas.
Tiemblo. Te juro que tiemblo y el corazón me ruge cuando te recuerdo. Me duele que la herida que dejaste en mí no haya cicatrizado. Sé que ya no estoy enamorada de ti ni tampoco te quiero. Claro que no, sería demasiado masoquista si todavía fuese así. Pero te echo de menos. Bueno, eso creo.
En realidad, no te echo de menos a ti físicamente, sino a todo lo que me diste. No puedo echar de menos besos que nunca existieron, quizá porque no hicieron falta a pesar de que los deseara por entonces.
Pero sí que echo de menos el levantarme por las mañanas y leer un mensaje tuyo. Echo de menos ir a clase y llegar diez minutos tarde por haberme quedado esperando en la puerta del instituto para divisar tu silueta a lo lejos salir de casa y te acercases a mí con paso acelerado, que cuando estuvieses frente a mí me dijeras “Buenos días” con una de tus mejores sonrisas y después de darme un beso en la frente entrásemos a clase.
Echo de menos las clases de historia, donde me contabas tus problemas y yo los escuchaba deslumbrada por la paz que me transmitías, sin apartarme ni un segundo de tu mirada. Y que la profesora de ciencias naturales nos mirase con mala cara por no prestar atención a sus explicaciones y después tú me sonrieras cuando me asustaba con su gesto amenazador.
Echo de menos que cada tarde me pidieras bajar a tu portal a esperarte llegar del entrenamiento de futbol. Y yo, como una idiota enamorada, hacía caso a tus palabras. No falté a ninguna de nuestras citas.
También extraño esa sensación de que no me importase el mundo cada vez que unos brazos musculosos y unas espaldas fuertes y robustas me rodearan. Querer quedarme p
ara siempre abrazada a ti. El sentimiento protector que transmitías con un abrazo. Las sonrisas
, las miradas, los nervios a flor de piel, la piel de gallina, un simple roce con la yema de tus dedos, las caricias en la mejilla, nuestras manos unidas, besos en la frente y en la nariz, tu olor, canciones escritas y por escribir, canciones sin terminar, una chaqueta tuya, un CD de música, una muñequera, una camiseta, una llamada, una nota, una dedicatoria en la agenda, un dibujo con nuestros nombres, un bolígrafo, una pista de baloncesto, un paseo por el forum, una reconciliación en las escaleras, un corazón, dos corazones, un te quiero que no hacía falta decir pero que nunca sentimos de la misma manera. O quizá sí, pero cuando yo empecé a sentirlo de la manera que deseabas tú lo dejaste de sentir.
Y después, NADA. Te alejaste de mí. Me apartaste de ti, y de mí misma.
Todo lo que habíamos vivido se convirtió en retales de un sueño del que a mí me costaría despertar, mientras que para ti sólo fue una mentira que jamás ibas a desvelar.
Siempre fuimos amigos. No llegamos a ser más que eso, y a mí me bastaba mientras te tuviese cerca de mí. Así que el hecho de que me obligaras a hacerte desaparecer de mi vida me mató. Me dividiste en dos: alma y cuerpo.
Durante años creí estar muerta. Fueron los peores años de mi vida. No vivía, no sentía, no amaba, no pensaba, n
o quería respirar. No tenía miedo, ni frío, ni hambre, ni sentido, ni amor, ni felicidad, ni luz, ni color, ni fuerzas, ni ganas, ni nada. ¿Sabes lo qué es eso? No, seguramente no lo sabes todavía ni lo sabrás en tu maldita vida.
Más tarde, cuando recuperé las ganas de vivir, empecé a odiarte. Eso lo complicó todo aún más. Fue entonces cuando mi padre me pidió infinitas veces que aceptara la realidad: todavía seguía enamorada de ti. Y hasta que no lo aceptara, seguiría cayendo en las profundidades de mis malos sueños, mis noches y días vacíos. Seguiría sin vida.
Con el tiempo, terminé aceptándolo. Pero todavía no he aprendido a volver a vivir. Sobrevivo a base de amores que vienen y van, que me hacen latir fuerte el corazón, que me hacen sentir bien. Pero después eso se funde, se apaga.
Todavía no he superado completamente lo que sentí contigo y sin ti, tanto los buenos como los malos sentimientos, y aún me duele verte cruzar la calle, que no me saludes, que apartes la mirada de mis ojos.
Aunque... lo que más me duele de todo esto es que contigo sentí el amor de verdad. Ese amor por el que uno muere, incluso por el que uno mataría. Ese amor que se agarra fuerte al pecho y no te deja respirar. Que corta, sangra. Por el que vives tan sólo una vez... Y eso es lo jodido, que creo que jamás sentiré por nadie lo que llegué a sentir por ti. Me parece insuperable.
Así que, por favor, que no digan que hay edad para el amor verdadero, ni tampoco digan que con catorce años sólo se viven tonterías. Porque vivir no es ninguna tontería, ni mucho menos morir.